"Parthenope": La Trampa de la Belleza
- Violeta Reyes Gutiérrez
- 26 mar
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 26 mar
Paolo Sorrentino ha desarrollado un estilo muy reconocible en su cine: imágenes cuidadosamente compuestas, personajes extravagantes y una fijación por la belleza. Desde 'La gran belleza' hasta 'Fue la mano de Dios', su cine refleja una fuerte conexión con Italia. Con Parthenope, vuelve a este escenario para encantarnos con Nápoles, su ciudad natal, con una película que busca ser grandiosa, profunda y reflexiva.

La historia sigue a Parthenope, una joven que crece en Nápoles, una ciudad que, al igual que ella, es presentada como un símbolo de belleza inalcanzable. Su nombre proviene de la mitología griega: Parthenope era una sirena que, al ser incapaz de seducir a Odiseo con su canto, murió ahogada y su cuerpo, arrastrado por el mar, dio origen a Nápoles. Sorrentino construye un paralelismo entre ambas: la ciudad y la protagonista son admiradas, deseadas e idealizadas hasta el punto de perderse en ellas.
A medida que Parthenope avanza en su vida, su identidad parece estar marcada por la fascinación que despierta en los demás (mayoritariamente, figuras masculinas), dejando en segundo plano sus propios deseos o inquietudes. Su historia de vida, su sensualidad, sus cuestionamientos, su futuro, todo parece supeditado a su atractivo y a la mirada del deseo masculino, reduciendo al personaje a un ideal más que a una figura con voz propia. La película sabe que esta representación puede ser un punto de inflexión, pero en lugar de desafiar realmente la idea, parece más interesada en justificarla con largos discursos que, en vez de aportar una reflexión, terminan reforzando la misma mirada masculina con la que el personaje fue concebido.
Es bajo esta misma idea donde se nos instaura la religión — otra constante en la filmografía de Sorrentino — con un tratamiento que va más allá de lo metafórico, sugiriendo incluso que Dios podría desear a Parthenope. Al mismo tiempo, el filme no deja de lado la imagen corrupta de la iglesia, recurrente en el cine del director.

Visualmente, Parthenope es, como era de esperarse, impecable. Sorrentino, junto a Daria D’Antonio—directora de fotografía con quien ya trabajó en Fue la mano de Dios—parece haber perfeccionado la fórmula para capturar un imaginario de belleza con un dominio absoluto del lenguaje cinematográfico. Sin embargo, más allá de lo visual, la película deja poco espacio para algo más sustancial. Su discurso sobre la antropología—que insinúa que la vida misma es la gran respuesta a todas las preguntas sobre la humanidad—se siente vacío, una idea que pretende ser profunda sin llegar realmente a explorarse.
Dentro de todo, hay algo que se mantiene sólido: las interpretaciones. Celeste Dalla Porta, en su primer papel protagónico, dota a Parthenope de un peso teatral, con matices que se reflejan en planos donde su mirada lo dice todo, incluso cuando el guion la reduce constantemente a un símbolo. También destaca el personaje del profesor, interpretado por Silvio Orlando (The Young Pope), quien por momentos da profundidad a la historia. A esto se suma el cameo de Gary Oldman como el escritor John Cheever, aportando otra figura de poder a la particular galería de personajes masculinos que rodean a Parthenope. Sin embargo, al final, todos refuerzan la sensación de que son los hombres quienes terminan definiendo su rumbo, ya sea por lo que aportan a su vida o por lo que restan.

Parthenope, encarna la pretensión de su propio discurso. Se da vueltas en su propia construcción estética sin aportar realmente un nuevo matiz a las obsesiones de su director. A medida que avanza, la narrativa parece perderse, especialmente en su último tramo. El salto temporal que se realiza, se siente abrupto, como si la película, que hasta ese momento construía con intensidad la complejidad de su protagonista, de pronto soltara esa conexión sin transición. Se entiende la analogía que Sorrentino intenta plasmar, pero la omisión del desarrollo se siente más evidente que la presencia de aquello que intenta llenar los vacíos.
Si bien el filme busca dejar reflexiones, en su intento de alcanzar un punto de profundidad (con un pasaje surrealista incluido), desliga la historia de su propio eje, haciendo que el encanto que construye se diluya a medida que avanza. De lo metafórico a lo literal, Parthenope, como personaje, queda prisionera de la misma belleza que la define, sin espacio para una evolución que vaya más allá de su imagen o los cuestionamientos que surgen en base a lo hegemónico, queriéndolo o no, tanto para bien como para mal, termina por sentenciar lo que busca cuestionar.