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'The Long Day Closes': Nostalgia de infancias pasadas

The Long Day Closes es una película que llegó algo tarde a mi vida, teniendo en cuenta que ahora es parte importante de quién soy. No es un cuento de navidad en un sentido tradicional, ni tampoco es fundamentalmente sobre la fiesta en sí misma, pero sí es una película navideña en su espíritu más subtextual, la memoria. El acto consciente de crear recuerdos y la nostalgia de fiestas pasadas. Se acaba de convertir en parte de mi rotación de llanto pascuero, junto a It’s a Wonderful Life o A Charlie Brown Christmas, porque la navidad para mí es también encontrarme con la pena y la desconexión de mi propia infancia fragmentada, que alcanzo a endulzar con la plasticidad americana y con jingles en inglés.



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La película trata sobre pequeños episodios desconectados de la vida de Bud, un niño de 12 años que vive con su madre y sus hermanos mayores en una casa de clase trabajadora en Liverpool. Lo acompañamos a través de episodios que no tienen un orden temporal claro ni importante: Las fiestas de fin de año, la tortuosa relación con su escuela católica, su homosexualidad incipiente, y el fervor por el cine como una ventana de escape y fantasía, siempre enfocados en las experiencias sensibles de Bud.


Es también un relato autobiográfico de Terence Davies, el director, quién revisita varias veces en su filmografía su propia vida familiar, siendo esta película la obra donde más profundiza en sí mismo y sus experiencias siendo niño. Autodescrito como un hombre gay, célibe y solitario, encuentra en la vida de Bud una forma de expresar los dolores de su infancia con una sensibilidad única, dándoles la misma forma que tiene la memoria: cinematográfica pero inexacta, fluida, entremezclando pasado, presente y futuro en un relato donde el protagonismo lo tienen momentos sensibles, la luz que cae sobre una alfombra, la cortina de tela que toca la espalda, las canciones de cine musical de la temprana época dorada y citas de películas clásicas.


Davies hace uso de una cámara que nunca se mueve ágil ni brusca, sino que panea lentamente y se disuelve, dando paso a tiempos y lugares que se diluyen como en un vaso de leche. La primera escena de la película, donde recorremos un callejón destruido mientras suena Stardust de Nat King Cole es un portal que se abre frente a la casa que Davies realmente ocupó, pero que ya es inhabitable, sólo sostenida por el ensamble de su memoria. Ahí todavía está Bud, sentado en la escalera, preguntándole a su mamá si tiene un penique.

(Pero eso fue hace mucho / y ahora mi consuelo / está en el polvo de estrellas de una canción) De la misma manera que Davies me veo reflejado en Bud de forma devastadora. Recuerdo cómo se sentía mirar por la ventana y ver a otros niños jugar afuera. La sensación de que todos son parte de un mundo al cuál no te invitaron, porque eres muy pequeño o muy “mujercita”. Bud siempre es espectador: en su escuela, su barrio y su familia. La magia del cine se puede expandir al mundo real pero solo la pueden vivir los demás, quienes sí son agentes activos de sus historias.


En una escena que resuena conmigo, su hermano comparte un momento con su novia en la terraza de la casa. Le dice a Bud que suba, y él ve como comparten un beso que solo se ve a través de sus sombras reflejadas en un ventanal, mientras suena la voz de Judy Garland en Meet Me in St. Louis. Bud los mira y sube apenado, porque se da cuenta que vivir un romance de película es un potencial al cuál no tiene ningún acceso y un lugar de donde es activamente expulsado, porque está solo, y la vida se hace en compañía del resto. Ser solo es no ser capaz de ser.


Bud es molestado por sus compañeros por ser poco hombre (lo llaman fruit) y acarrea la culpa religiosa frente a las figuras de Cristo crucificado de considerarse no lo suficiente puro ante sus ojos, siendo castigado por el peso del pecado original. No ser un hombre es lo peor que te podía pasar siendo niño, siempre consciente de la manera en que corres y mueves tus brazos, los tonos que usas al hablar y la manera en que te comportas con el género opuesto. Incluso en los espacios familiares donde logra refugiarse, conviviendo con su hermana mayor y las novias de sus hermanos, pesa la carga del rol de género que no está ocupando. ¿Qué es eso de cantar y bailar?


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Pero en The Long Day Closes también hay refugios más dulces, el disfrute efímero de los momentos cálidos que aún conservan un lugar intenso en la memoria. El esfuerzo de Davies también está puesto en enmarcar con sutileza las pequeñas felicidades que acompañan a Bud, como lo es el rol de una familia que no lo juzga, lo cuida, y lo hace parte de sus propias vidas, aunque se sienta emocionalmente excluido de ellas. La Navidad es un momento central donde el flujo familiar permite esa integración, una puerta se abre para darnos paso a una bella cena familiar, un árbol decorado de ensueño, una familia reunida y arreglada como si fuera parte de otra clase social. Nos miran a Bud y a nosotros, invitándonos a pasar una fiesta en este espacio de fantasía y memoria.


Merry Christmas, lad.


Las películas también ofrecen un espacio de respiro para Bud de un Liverpool lluvioso y gris. Davies mismo admite su amor profundo por los musicales estadounidenses, que le permitían cambiar los colores del lugar donde nació y creció. En ese sentido, admiro el esfuerzo en The Long Day Closes por entender el cine no solo como una posibilidad técnica o una ventana externa, sino también como un espejo de un interior. Nunca vemos la pantalla, sino los ojos de Bud iluminados por la proyección, la imagen de la posibilidad que habita en él, que habitó en Davies y que habitó en mí como espectador, despertando una reflexión profunda sobre mi niño pasado. La posibilidad del arte de conmoverme, no solo como un gesto empático, sino por un sentido subjetivo y sensible, capaz de mover los engranajes de la memoria y conectar como una constelación de experiencias lo que hemos vivido. Para Bud el cine no es sólo un escape o un sueño, sino que es lo que está dentro de sus entrañas y más profundos deseos y miedos (incluso su culpa católica la imagina cinematográficamente, un Jesús a contraluz, muestra sus palmas clavadas, en un ritmo de montaje tenebroso).


Mi muletilla más recurrente al recomendarle a alguien mis películas favoritas es que “son muy fomes”, no como una advertencia sino como la característica principal que me hace amarla, y The Long Day Closes cabe en esa categoría. De estructura experimental, de ritmo lentísimo y de un color opaco, es un film que fue capaz de removerme completamente como si hubiese estado esperando su llegada. Hacia el final, y con los ojos llorosos, un destello umbral aparece entre unas nubes gruesas, que marcan el final de un periodo para Bud y para Davies, un esfuerzo profundo por hacer sentido del sufrimiento de la soledad, al mismo tiempo que, de manera nostálgica, recordamos a los fantasmas de las navidades pasadas, el pavo jugoso, el mejor regalo que recibimos en un papel con viejos pascueros repetidos, el olor a alcohol que emanaba de vecinos y familiares lejanos que llenaban la casa. Que ganas me dieron de abrazar a Bud, y a mi yo de ocho años.



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