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'Una Batalla Tras Otra': La revolución es colectiva o no será

Paul Thomas Anderson, uno de los cineastas más influyentes de nuestro tiempo, nos entrega su visión del mundo actual: un blockbuster antifascista que mira de frente a la crisis política global y se ríe de sus propios símbolos de poder.



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Basada libremente en Vineland de Thomas Pynchon (1990), la película arranca en un clima de efervescencia política, con un grupo de jóvenes —el movimiento French 75— que se organiza para desafiar al poder, herederos de la energía revolucionaria de los años sesenta. Perfidia (Teyana Taylor) y Bob (Leonardo DiCaprio) encarnan a una pareja explosiva, un Bonnie and Clyde antifascista que se enfrenta a Steven J. Lockjaw (Sean Penn), la representación más oscura de la represión sistematizada.


Tras la revuelta fallida, el relato da un salto en el tiempo hacia un mundo que se ha endurecido: un escenario marcadamente MAGA, donde la persecución racial y los discursos de odio son parte del cotidiano. Allí encontramos a Bob (DiCaprio), que ha cambiado de identidad para ocultar su pasado. Vive consumido por el fracaso y la paranoia, criando a su hija Willa (Chase Infiniti), cuyo impecable debut actoral tiene una fuerza descomunal. En este presente aparece la figura de Benicio del Toro, en un papel clave como sensei y profesor de Willa. Su presencia introduce otra forma de resistencia: menos estridente, más organizada y, sobre todo, paciente.


La película se articula como la crónica de una revuelta que nunca llega a cumplirse. “Dieciséis años después, nada ha cambiado”, esta frase marca el inicio de nuestra verdadera historia, el núcleo del film. Anderson construye un relato en espiral donde cada estallido desemboca en otro, encadenando batallas que se desgastan a sí mismas. No existe una resolución, es un loop trágico donde los intentos de transformación se disuelven en la inercia de la historia. Un círculo perfecto.



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Anderson crea una experiencia absorbente. La cámara de Michael Bauman (con quien ya había colaborado en Licorice pizza) circula entre la intimidad de los primeros planos y la sensación laberíntica de lo colectivo, sosteniendo un ritmo frenético que convierte las dos horas y cuarenta minutos en un estado de inmersión. Existe un dinamismo constante entre la construcción de la acción, y el vértigo de las derrotas. Esto acompañado de una banda sonora característica del universo Andersoniano, con Jonny Greenwood su colaborador constante y a quien le podemos adjudicar el título de creador de atmósferas que fácilmente son un personaje aparte en cada obra.


“La revolución es colectiva o no será”: es la advertencia que atraviesa la película. Los French 75, con sus códigos y rituales clandestinos, son espejo de cualquier organización que, aun en la derrota, recuerda que los cambios no nacen de individuos aislados, sino de cuerpos que se mueven juntos.


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Entre sus múltiples capas, la película abre un frente sobre la maternidad y la autonomía. Sus personajes femeninos cargan con una claridad política que no necesita ser explicada: saben de qué está hecho el mundo y cuál es el lugar que no piensan ceder. La maternidad aparece como un territorio de decisión y no de imposición. Como ya había registrado Agnès Varda en Black Panthers, las mujeres revolucionarias discursando y luchando entre infancias y armas no necesitan permiso para saberse revolucionarias: la autodeterminación de sus cuerpos es intransable.


En paralelo, la película explora la búsqueda de independencia y de conexión humana en un mismo discurso que muestra las dos caras de la revolución: quienes permanecen en su imaginario y quienes, de manera silenciosa y activa, forman parte de una rueda que sigue su curso.


Con Una batalla tras otra, Anderson no solo adapta a Pynchon: se inserta en la tradición del cine político que entiende la revolución como un proceso inacabado, inevitable y necesario. En ese marco, la sentencia de Henri Lefebvre resuena con una nitidez escalofriante:


“Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica.”


Esa sentencia funciona como punto de partida de un guion gestado durante veinte años que rastrea las grietas y proyecciones de todo proceso revolucionario, dejando abierto el terreno para que nuevas generaciones, en un presente marcado por la convulsión social, recojan la antorcha y reinventen la lucha bajo otras formas. La resistencia no es un caso aislado, es una continuidad que exige ser alimentada. Mientras persista ese impulso vital de confrontar la injusticia, la revolución volverá a formularse, una y otra vez, con distintos rostros y en distintos tiempos.

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